Texto de Elvira Lindo

Marcelo fuentes: La luz del recuerdo (Catálogo de la exposición)
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Y qué, si un día bajas a la calle y no hay nadie y piensas en un primer momento que el vacío está provocado por una inquietante casualidad, pero que en cuanto des la vuelta a la esquina aparecerá la mujer giganta que todos los días saca al perro, o el chino que reparte pizzas en bici y que a punto estuvo de matarte ayer, o la vieja del andador o el peluquero que a esa hora temprana espera pensativo el primer cliente mientras afila las tijeras. Pero qué pasaría si ninguno de ellos apareciera, si advirtieras que tampoco hay tráfico ni perros ni pájaros ni los ratones que se precipitan por las escaleras del metro, qué pasaría si sólo sintieras el rumor de la ciudad, pero muy tenue, lejano, como perdiéndose, como si fuera una nube de vida que se está alejando de ti y que te va a dejar definitivamente solo. Qué pasaría si pudieras ver entonces los edificios desde el centro mismo de la calle, desde una perspectiva que la ciudad le niega siempre al paseante. Qué harías si tuvieras la libertad de moverte a tus anchas, qué harías, ¿caminarías cautelosamente temiendo que en cualquier momento la vida volviera a irrumpir con la misma furia de antes o correrías de un lado a otro poseído por la extrañeza de la novedad, con el nervio de los perros cuando descubren una calle recién tapada por la nieve?
Una noche del invierno pasado me pareció vivir dentro de un cuadro de Marcelo Fuentes. Serían las doce de la noche y desde el gran ventanal de mi apartamento veíamos los copos caer y flotar iluminados por la luz de las farolas. Llevaba nevando toda la tarde con una constancia y una espesura que no habíamos visto nunca y la calle estaba tan blanca y tan solitaria que parecía que sólo los despojados o los que estuvieran dispuestos a morir se atreverían a pasear por ella. Pero fue precisamente esa soledad fantasmal lo que nos atrajo como un imán y decidimos bajar a la calle después de protegernos con plumíferos, gorros y bufandas. Tan abrigados íbamos que los brazos se nos quedaban abiertos, como los astronautas. Lo que nos esperaba al salir del portal era el paisaje urbano más conmovedor que nunca hubiéramos visto nunca. Ningún coche bajaba por la Tercera Avenida, ninguna máquina quita-nieves había pasado aún la pala para hacer la ciudad transitable. Sólo había silencio y una luz difusa y pobre que iluminaba la nieve y resaltaba la pureza de ese suelo que todavía no se había ensuciado por la huella humana. Si no hubiera sido por el frío que nos quemaba las mejillas hubiéramos creído estar soñando o dentro de uno de esos decorados cinematográficos que hicieron tan bellas las películas en blanco y negro. Si no hubiera sido por la dificultad de levantar los pies para avanzar un poco y alcanzar el centro de la calle, hubiéramos creído estar en la superficie lunar, libres de la gravedad que nos mantiene pegados a la tierra.
Nos quedamos parados en el centro de la avenida, sabíamos que al día siguiente todo sería barro, dificultad y ciudadanos luchando contra una naturaleza feroz que pone a diario cientos de obstáculos al simple hecho de ganarse la vida. Pero en ese momento, en ese preciso momento, el silencio se imponía, la quietud, el sosiego siempre imposible en esta ciudad irritada. Esas tres cosas, quietud, sosiego y silencio que hay en los cuadros de Marcelo Fuentes. Recuerdo haber buscado la mirada del ser querido, recuerdo haber tomado su mano y haber pensado, no, no estoy loca, esto es verdad, esto es tan verdad que dan ganas de llorar, esto es tan sobrecogedor que no te sientes merecedor de estar aquí contemplándolo. Los perfiles de los edificios se borraban y se difuminaban con el color del aire creando una visión fantasmagórica, a camino entre la pintura y la fotografía. Entonces me sentí dentro de un cuadro de Marcelo Fuentes, del Nueva York que a él le gusta retratar, despojado de gente y de ruido, como si fuera la esencia del pensamiento de una persona solitaria y ensimismada que camina por la ciudad y que logra abstraerse de todo lo animado para conversar únicamente con lo inanimado.
Los edificios de Marcelo Fuentes están llenos de humanidad y sin embargo nunca hay gente asomada por sus ventanas o paseando por las aceras. Son los edificios los que cuentan la historia, los que narran el paso del tiempo, o puede que sean esos edificios el tiempo mismo. Son construcciones que nos hacen sentir nostalgia de tiempos que no vivimos y que nos recuerdan que somos mortales. Hay algo siempre melancólico en ellos, el peso de su edad, su inevitable deterioro.
Desde que conozco el trabajo de Marcelo Fuentes, su mirada tan personal, discreta e íntima sobre las cosas, siento que tengo una relación muy cercana con su mundo. Siendo más precisa, tengo la sensación de que o bien él me va pisando los talones o soy yo la que se los voy pisando a él, pero el caso es que caminamos siempre por los mismos lugares. Sorprendentemente, sus paisajes urbanos son tan familiares para mí que parecen los paisajes donde se desenvuelven mis recuerdos.
Madrid, Nueva York, Valencia.
Madrid, esas marquesinas de los cincuenta que se han salvado del derrumbe; Nueva York, los contornos de los edificios, siempre sorprendentes, de sólida arquitectura y de una belleza tan apabullante que a veces uno diría que está ante un paisaje natural más que ante algo construido por el hombre; Valencia, la costa levantina, la pretensión de cierta modernidad en los años sesenta, la belleza de pequeños tesoros que según palabras del pintor “tienen los días contados”. Todos esos paisajes urbanos, tan diferentes entre sí pero con el denominador común de la vida en la ciudad, están en mi memoria y están en sus cuadros.
Mirar los cuadros de Fuentes es para mí recordar. Recuerdo atardeceres neoyorkinos, paseos contemplativos, recuerdo pararme para admirar el remate final de un edificio en el que no había reparado antes y que se dibuja con precisión de lápiz afilado a última hora de la tarde; recuerdo mi vida en Madrid, la marquesina de algunos cines, algunas esquinas memorables, los colores ocres y pardos de una ciudad cuya arquitectura no llega a ser nunca la de la gran metrópoli, que se queda en el camino, en algo más modesto pero lleno de carácter; recuerdo también los viajes familiares hacia la playa, los edificios que mis ojos infantiles veían desde el coche cuando íbamos a la costa, los veo ahí, en sus cuadros, como si fueran paisajes del recuerdo, y me hacen pensar en las pretensiones de modernidad con que fueron construidos allá por los años cincuenta y en la falta de piedad que hay que tener para destruir esa presencia Taif y cinematográfica tan poco común en nuestras ciudades.
Me imagino a Marcelo Fuentes, el pintor solitario que pasea por la ciudad buscando una imagen evocadora, una esquina, un tejado, una marquesina, para luego llegar a su estudio y convertirla en su visión del mundo. Es lo mismo que hace el escritor. Camina, mira y cuenta. El escritor suele hablar de la historia que va escondida dentro de cada ser humano, en los cuadros de Marcelo Fuentes, la historia se completa cuando se produce el encuentro entre el cuadro y el que mira la pintura. El pintor proporciona el paisaje sobre el que el espectador va a construir los recuerdos.
Es fácil para mí que los recuerdos surjan viendo estos cuadros. Hay algo, como digo, íntimo y familiar en ellos. Son los escenarios, aquí y allá, entre los que se mueve mi vida. Aún así, sería demasiado simple, limitado, afirmar que estos cuadros de Fuentes sólo provocan emociones en aquellos que vivieron o viven estos paisajes. No es así. Como me contaba el pintor en la conversación epistolar que mantenemos desde hace un tiempo, “no soy dado a imaginar, yo pinto siempre con la idea de algo concreto pero tengo la sensación de que al final no importa el lugar que se dibuje o se pinte, sino que el secreto está en provocar una sensación. Si provoco una pequeña sensación, ya con eso me conformo”. Recuerdo que aludió entonces al tamaño de sus cuadros, a la inexplicable reticencia que algunos expertos sentían hacia el cuadro pequeño, como si los cuadros pudieran juzgarse por el peso.
En la época aún no superada de los cuadros grandes, en los que el artista quiere imponer una apabullante presencia física y llenar y llenar paredes, los cuadros de Marcelo Fuentes son una ventana al mundo, pequeña como el ojo de una cerradura desde el que se ven verdades inmensas. Es la luz del recuerdo, hermosa y cruel. Porque ese edificio contra el cielo que pinta Fuentes, esa esquina ante la que se han detenido sus ojos, esa esquina despoblada, nos cuentan una verdad difícil de verbalizar por inquietante: aquí estoy y estuve, antes que tú, y aquí seguiré después de que ya no tengas ojos para mirarme.
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